Tuesday, May 29, 2012

3. El miedo necesario


La primera vez que fui a mi psicóloga hubiese querido comenzar mi terapia con esta frase:


-La culpa de todo es de Stephen King.


No tuve el valor para decirla, ni siquiera en sesiones posteriores, porque tenía la sensación de que luego de tamaña afirmación aquella señora simpática no se tomaría más mis problemas en serio.  
Un tiempo antes, cuando las cosas se habían puesto un poco fuleras en mi vida, empecé a mirar para atrás buscando pistas que me explicaran por qué no había llegado a un presente de felicidad inflamada. Entonces recordé la noche de Cementerio de 
Animales del año 1993.


- No se preocupen que se quedan acá en la casa de unos amigos- sentenció mamá-.

Los que nos quedábamos éramos mi hermano y yo, y los amigos eran dos desconocidos bastante antipáticos con los que no cruzamos palabra en toda la noche. 
Entramos, nos despedimos de los cuatro padres, y sin mediar saludo con los anfitriones, nos sentamos con ellos a ver televisión. El timón lo manejaba el más grande de los dos hermanos; buscaba con toda seguridad alguna teta que anduviera perdida entre el Unovisión y el Isat. 
De pronto y ante el evidente fracaso de la misión hormonal, paró en el Cinecanal. 

-Buenísimo, acá empieza una- comentó el menor-.

Mi timidez y la necesidad de no ser etiquetado injustamente de cagón,  me impidieron hacerle notar -con bastante atino, según se verá - que la película era prohibida para menores de dieciocho, que mejor era buscar una de Indiana Jones o algún juego de mesa...

Se me hace muy difícil describir de qué manera padecí aquella hora y media. Baste decir que para cuando la película terminó, me encontraba completamente derrumbado. Nunca había visto ni de cerca algo semejante. Para peor no tenía ningún tipo de apoyo psicológico de los otros tres, que callaban y por poco no saltaban ante cada ruido. Finalmente llegaron nuestros padres. Nuestro pánico les dio más risa que preocupación. Me despedí del más chico con miradas tristemente parecidas y del más grande con bronca .

Aquella noche no pude dormir bien. La pesadilla que viví me resulta aún hoy un enigma. Se repitió muchas veces, al final de cada una de ellas terminé durmiendo con mis padres. Llegó la adolescencia, siguió apareciendo, aunque con menos frecuencia y sin mudar de cama. La última vez que me atormentó fue hace menos de un año.
¿De qué trata, qué monstruo me acecha? Ahí está lo más terrible: no lo sé. Sospecho que sea miedo en estado puro. El candado que la protege de mi conciencia es por ahora inquebrantable. Cada vez que sucede, la llave gira un poco más, animándome a seguir soñando para dar la vuelta final. Sé que en algún rincón de mi cabeza existe y me espera alguna verdad, que anhela tanto como yo el momento en que pueda mirarla de frente y girar el interruptor que ilumine el salón. Una caja de Pandora exclusiva y por qué no cósmica, que a los siete años vio una oportunidad para mostrar su oscuro fondo. Un acertijo del pánico.

Más que culpar a Stephen King, quizá sea justo agradecerle. ¿De qué manera sino ante el terror absoluto podría haber accedido a los paisajes más negados de mi existencia?
En estos tiempos de necesidad de certezas, el miedo que me creó esa película probablemente sea uno de los tantos escalones que nos permiten enfrentar las deformidades universales que obstinadamente rechazamos, para así y de una buena vez, aceptarlas.

Thursday, May 3, 2012

2. El miedo al compromiso

A los diez años tomé la primera comunión. Nunca me entusiasmó mucho la institución católica, pero en aquella época ir a misa era parte de las obligaciones que tenía para con mi madre. No hacerlo era clavarle un puñal en su corazón y retorcerlo gritando que odiaba a Joan Manuel Serrat.
Así es que a los nueve arranqué con la catequesis y un año después me disponía a comulgar.
En mi casa siempre se cuidó mucho la imagen. La ropa, las maneras, los huéspedes, todo tenía que estar en un lugar adecuado. A mí con lo que se me rompía las bolas era con el pelo. Se convirtió en una tortura para mis padres: dos remolinos en la frente hacían imposible cualquier intento por domarlo. Recurrían, salida fácil, a ponerme gel en grandes cantidades. Me compraban un frasco por semana. Inmediatamente después de la gomina, un cepillo me arrastraba el enchastre creando una brillante y aplastada peinada. Conclusión: mis compañeros de primaria me apodaban El lengüetazo de vaca. A las dos horas más o menos, el gel dejaba de hacer efecto y el lengüetazo pasaba a ser una inexplicable sandía que se apoyaba sobre mi frente. Era un papelón.


Todo esto para decir que aquel día de comunión, mi madre me llenó de gel como de costumbre, me enchufó una camisa blanca, pantaloncito de vestir y unos zapatones horribles que había heredado de mi hermano mayor.
Apenas entré a la iglesia sentí un encierro poco habitual. La mañana venía bastante calurosa y con tanta gente que los ventiladores no daban abasto. Los futuros comulgantes estábamos en las primeras dos filas, nerviosos. Callábamos más de lo normal que en cualquier misa. Creo que todos sospechábamos que era algo importante lo que pretendían que hiciéramos.
Cuando el cura arrancó la ceremonia del pan y el vino, empecé a transpirar. Mientras recitaba sus formalidades, nos miraba tanto y tan feo que pensé que no nos iba a dejar comulgar. Era como si el viejo, que unas horas antes había escuchado nuestra primera confesión, nos castigara nuevamente por el autito robado, la mentira a papá, o el pichí a los diez años. Se acercó y pidió que nos pusiéramos de pie. Lo habíamos ensayado varias veces: a la orden del cura, íbamos todos al pasillo central, y, siempre ordenadamente, nos poníamos en fila para esperar el cuerpo de Cristo. Cuando me tocó pararme, trastabillé. De esa manera lo único que logré fue poner nervioso también al Nano, que estaba al lado mío y no quería perder su lugar en la línea. Me esperó con lealtad de amigo barrial un tiempo respetable, pero cuando no pudo más, susurró:
- Loco, ¿estás bien?
Yo no estaba nada bien, pero tenía que hacerlo. No era momento de caerse. Me incorporé con algún esfuerzo y luego de intentar hacerle un burdo gesto de solidez al Nano, encaré medio afiebrado el pasillo central. A los tres pasos, se me oscureció la vista. No podía seguir avanzando ni frenar, mis piernas flacas no me respondían. Antes de desplomarme, alcancé a musitar débilmente:
- Señor, ayúdeme.
No le decía al señor Jesús sino al pelado Bermejo, padre del Nano, que estaba en la fila de atrás. Mucho más efectivo que el de la cruz, me agarró antes de que toque el suelo y, al verme en ese estado miserable, me sacó de la iglesia.
Mientras iba saliendo podía escuchar a mi vieja que nos venía persiguiendo desesperada, junto con mi padre y algunas señoras que querían saber quién había sido el desubicado. Cuando finalmente abrí los ojos, alguien me ofreció un caramelo dulce.
-Para la presión, pobre- escuché que decía.
Acostado y con una mueca glotona, abrí la boca y comulgué.

Monday, April 16, 2012

1. El miedo a uno mismo

La primera vez que recuerdo sentir miedo fue en un viaje familiar a Córdoba. Estábamos parando en lo de mis tíos y las dos familias habían decidido ir a un zoológico. Debía andar por los 3 años. Yo era muy feliz; el menor de tres hermanos, mimado por primos y primas. Andaba en calzoncillo y mechas largas de aquí para allá. Cuando llegamos a la laguna enrejada de los patos, a alguno se le ocurrió sacar una foto. Todos se dieron vuelta para "saludar el pajarito", yo me quedé mirando los patos. Me insistieron para que voltee. No. No quería. Dale, no seas caprichoso. Lloré un poco, era un niño malcriado. Se sacó finalmente la foto: entre las piernas de mi tía Carolina se ve mi espalda burlándose de todos.
A primeras parece un símbolo de rebelión inocente, algo mal pertrechada. Pero es mentira. La puta que lo parió: yo quería darme vuelta. Pero no podía. No podía porque ya desde chiquito cargaba con un orgullo y una terquedad que me han traído problemas de todos los colores. Recuerdo aun hoy ese relámpago de conciencia que tuve en aquel momento. Estoy atado. Porque mi decisión primera -la de seguir viendo los patos-, respondía a una verdad. Una vez que todos insistieron, cambié mis ganas de darme vuelta por la necesidad de decir que no, cueste lo que cueste.
Tuve una fea sensación en el cuerpo durante un rato largo, hasta que busqué el regazo incondicional de mi vieja.