La primera vez que fui a mi psicóloga hubiese querido comenzar mi terapia con esta frase:
-La culpa de todo es de Stephen King.
No tuve el valor para decirla, ni siquiera en sesiones posteriores, porque tenía la sensación de que luego de tamaña afirmación aquella señora simpática no se tomaría más mis problemas en serio.
Un tiempo antes, cuando las cosas se habían puesto un poco fuleras en mi vida, empecé a mirar para atrás buscando pistas que me explicaran por qué no había llegado a un presente de felicidad inflamada. Entonces recordé la noche de Cementerio de
Animales del año 1993.
- No se preocupen que se quedan acá en la casa de unos amigos-
sentenció mamá-.
Los que nos quedábamos éramos mi hermano y yo, y los amigos eran
dos desconocidos bastante antipáticos con los que no cruzamos palabra en toda
la noche.
Entramos, nos despedimos de los cuatro padres, y sin mediar saludo
con los anfitriones, nos sentamos con ellos a ver televisión. El timón lo
manejaba el más grande de los dos hermanos; buscaba con toda seguridad alguna
teta que anduviera perdida entre el Unovisión y el Isat.
De pronto y ante el evidente fracaso de la misión hormonal, paró
en el Cinecanal.
-Buenísimo, acá empieza una- comentó el menor-.
Mi timidez y la necesidad de no ser etiquetado injustamente de cagón, me impidieron
hacerle notar -con bastante atino, según se verá - que la película era
prohibida para menores de dieciocho, que mejor era buscar una de Indiana Jones
o algún juego de mesa...
Se me hace muy difícil describir de qué manera padecí aquella hora
y media. Baste decir que para cuando la película terminó, me encontraba
completamente derrumbado. Nunca había visto ni de cerca algo semejante. Para
peor no tenía ningún tipo de apoyo psicológico de los otros tres, que callaban
y por poco no saltaban ante cada ruido. Finalmente llegaron nuestros padres.
Nuestro pánico les dio más risa que preocupación. Me despedí del más chico con
miradas tristemente parecidas y del más grande con bronca .
Aquella noche no pude dormir bien. La pesadilla que viví me
resulta aún hoy un enigma. Se repitió muchas veces, al final de cada una de
ellas terminé durmiendo con mis padres. Llegó la adolescencia, siguió
apareciendo, aunque con menos frecuencia y sin mudar de cama. La última vez que
me atormentó fue hace menos de un año.
¿De qué trata, qué monstruo me acecha? Ahí está lo más terrible:
no lo sé. Sospecho que sea miedo en estado puro. El candado que la protege de
mi conciencia es por ahora inquebrantable. Cada vez que sucede, la llave gira
un poco más, animándome a seguir soñando para dar la vuelta final. Sé
que en algún rincón de mi cabeza existe y me espera alguna verdad, que anhela
tanto como yo el momento en que pueda mirarla de frente y girar el interruptor
que ilumine el salón. Una caja de Pandora exclusiva y por qué no cósmica, que a
los siete años vio una oportunidad para mostrar su oscuro fondo. Un acertijo
del pánico.
Más que culpar a Stephen King, quizá sea justo agradecerle. ¿De
qué manera sino ante el terror absoluto podría haber accedido a los paisajes
más negados de mi existencia?
En estos tiempos de necesidad de certezas, el miedo que me creó
esa película probablemente sea uno de los tantos escalones que nos permiten
enfrentar las deformidades universales que obstinadamente rechazamos, para así
y de una buena vez, aceptarlas.